Por entonces estaba seguro de que iba a morir. De inanición o de locura, lo que llegara primero. Me encontraba confinado en un cuartucho, entre cajas de libros y viejos trastes. No hablaré de los acontecimientos que me llevaron a la privación de mi libertad, pues el doctor ha prohibido que deambule por esos pasillos de la memoria. Solo diré que comía poco y mal, que al despertar me invadía un vértigo que me obligaba a reducirme sobre mi eje, y que con frecuencia jadeaba solo para apartar el silencio. La espera se hacía eterna.
Pasaron varios días antes de que cogiera el primer libro. Aparté la película de polvo que lo cubría y repasé el título con la yema de los dedos. Una, dos, tres decenas de páginas más y, de pronto, el silencio no me pareció tan sofocante ni la soledad tan abrumadora. Había encontrado una ventana.